Cada vez más solo. Los inaccesibles espacios de sociabilidad durante la cuarentena en Santiago
By Alfonso Otaegui, on 27 July 2020
“Espero lograr sobrevivir [la pandemia], porque somos los adultos mayores los que estamos más próximos a ser atacados por este maldito virus”, dice Don Francisco con vehemencia. Don Francisco es un electricista jubilado de 78 años. Vive en un barrio de clase media baja en la parte occidental de Santiago, no lejos de la estación central de trenes. Vive solo, ya que es viudo y no tiene hijos, ni hermanos, ni ningún otro familiar con él. Desde el comienzo de la cuarentena en marzo he mantenido contacto regular con Don Francisco cada semana a través de WhatsApp. Él era uno de los estudiantes de mis cursos de smartphone.
Como dije en un post anterior, la crisis del COVID-19 –y su corolario, la cuarentena– han más bien intensificado aquello que ya estaba allí: desigualdad, inseguridad, inestabilidad laboral. En cuanto a los adultos mayores como Don Francisco, la cuarentena ha revelado la importancia de las pequeñas interacciones cotidianas, y el impacto de la exclusión digital.
Por causa de la cuarentena, Don Francisco ha visto reducidos sus espacios habituales de sociabilidad. Sus mensajes, semana tras semana, constituyen una colección de interacciones cotidianas que ya no le son posibles. Don Francisco lamenta no poder acceder a un enorme parque municipal –ahora cerrado– cerca de su casa, donde solía ir a pasear, y a veces sentarse en un banco y mirar la gente pasar. Ahora no hay nadie en las calles. “Es muy, muy solitario todo”, agrega. Mucho de la vida social de Don Francisco pasa por tareas cotidianas: comprar verduras en la feria, ir al supermercado, comprar el diario en un kiosco de la estación de trenes. Pequeñas oportunidades para pequeños diálogos.
“Con mis vecinos, sí, tengo poca comunicación, porque la única vez que nos encontramos, es cuando hay día de feria. Nos encontramos en la feria y entonces un pequeño saludo así a la distancia, y corto, ya que andamos con paquetes, bolsas, y bueno, pero al menos al vernos sabemos que estamos bien, ¿no?”
Don Francisco disfruta de las pequeñas interacciones con los vendedores en la feria, que suelen anunciar a viva voz sus ofertas a los potenciales clientes que pasan caminando. “(…) Con varios caseros de la feria somos conocidos ya, y nos conversamos sobre la salud. [Muchos] son de avanzada edad, entonces trabajan los hijos, pero ellos están presentes ahí, vigilando que los hijos hagan el trabajo que corresponde, y ellos están descansado. Es muy agradable ver esas familias así unidas en la pandemia, es muy lindo.”, agrega Don Francisco. La cuarentena ha interrumpido el íntimo diálogo con sus difuntos: el cementerio donde reposa su familia, que solía visitar, también está cerrado. Además, la clausura momentánea de iglesias y templos le ha quitado sus momentos de reflexión pacífica.
Ir a la panadería provee otra chance de saludos amables: “es muy agradable la comunicación con la panadería, compro pan para tres días, entonces así salgo menos. Hay una comunicación muy buena con el que vende el pan, siempre deseándole lo mejor al otro. Hasta los maestros, los que hacen el pan, nos salen a saludar a los más viejos que somos los que estamos en más peligro de sobrevivencia.”
Todas estas pequeñas interacciones cotidianas son espacios de sociabilidad para adultos mayores como Don Francisco, sobre todo si viven solos. Todas interacciones que se han reducido o pausado en los últimos cuatro meses.
La experiencia de Don Francisco también ilustra las limitaciones y contradicciones de algunas medidas para forzar la cuarentena. Es obligatorio en Santiago sacar un salvoconducto para salir, descargable desde el sitio web de la comisaría virtual. El salvoconducto es controlado por oficiales de policía en la calle y por guardias en la entrada de supermercados. Como fue asaltado en la calle el año pasado, Don Francisco muy rara vez sale con su smartphone. Si se lo robaran de nuevo, no podría comprar otro. “No me dejaron entrar en tres supermercados porque no tenía el salvoconducto”–se queja vivamente Don Francisco–“¿Quien diablos nos va a alimentar a los que somos solos y no tenemos la posibilidad de entrar al supermercado?”. Por fortuna, un supermercado le permitió acceder sin salvoconducto. “No le voy a nombrar en cuál me dejaron entrar, por si alguien se mete en esta conversación…” —agrega Don Francisco en un mensaje de WhatsApp. En la misma medida en que le gusta la tecnología, le preocupa la vigilancia no deseada.
La alfabetización digital puede ser una poderosa herramienta para ayudar a los adultos mayores a combatir la soledad y el aislamiento. A Don Francisco le encantan los aparatos, desde las macetas con flores que se mueven con luz solar que tiene en su jardín, hasta los celulares viejos que repara para pasar el tiempo durante la cuarentena. Si bien él se maneja bien con el smartphone, muchos de sus contactos no, y ahí radica el problema. “La semana pasada hablé con Doña María, ella es de una edad similar a la mía, y es muy amorosa, pero la llamada debe haber durado cerca de 10 minutos, no me salió muy barata”–comenta en otro mensaje. En efecto, los planes de datos son accesibles para la comunicación por WhatsApp, pero caros para llamadas regulares. Don Francisco usa WhatsApp regularmente conmigo, y de hecho podemos tener conversaciones de hasta una hora, a veces más. También recibe cadenas de WhatsApp de algunos contactos. Sin embargo, a Don Francisco estas cadenas le parecen una forma inferior o más distante de comunicación. “Esas son cosas que la gente no escribe, sino que reenvía nomás”, afirma con un tono despectivo. En otras ocasiones, sin embargo, Don Francisco expresa su gratitud cuando en un grupo de WhatsApp alguien reenvía un video de una vieja canción que solía gustarle.
A pesar de las dificultades, Don Francisco espera con muchas ansias superar la pandemia. Realmente tiene el firme deseo de ver cómo lucirá el mundo después del COVID-19. Por ahora, la cuarentena lo ha dejado un poco más solo. A veces, Don Francisco se anima a salir con su smartphone y filmar las calles. Me envía un mensaje en video mientras está sentado en un banco de una plaza desierta. “Echo mucho de menos–dice Don Francisco con un tono nostálgico– la libertad que teníamos para ir a sentarnos a una plaza, o un terminal de buses, y conversar con la gente que se sienta al lado nuestro…Eso lo echo mucho de menos.”