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La alegría del grupo: conversación con una adulta mayor en la marcha más grande de Chile

By Alfonso Otaegui, on 18 November 2019

Desde el 18 de octubre Chile ha estado en un continuo estallido social. Todo comenzó con un reclamo de estudiantes por el aumento en las tarifas del metro, pero ello era apenas la punta del iceberg de una crisis mucho mayor. Numerosas protestas masivas en todo el país revelaron la tensión contenida, la intensa fragilidad subyacente a la aparente calma cotidiana del hasta entonces llamado “paraíso de América Latina”. Desde entonces, y hasta el momento de la redacción de este post, ha habido todos los días marchas y manifestaciones, no exentas de barricadas y saqueos –pero tampoco de brutales represiones, toques de queda incluidos. Entre los clamores de justicia social –mejorar salarios, educación, pensiones, y sistema estatal de salud, entre muchos otros– el más fuerte es el pedido de una nueva constitución, ya que la actual –aunque con varias modificaciones– es aquella sancionada durante el gobierno del dictador Augusto Pinochet en 1980.

Fig 1: Plaza Italia. La marcha más grande de Chile (Wikipedia Commons)

 

Fig. 2: Valeria (izq.), su amiga con la bandera de Chile (centro), bandera Mapuche (derecha).

Habiendo vivido aquí desde enero de 2018 –y en un país limítrofe casi toda mi vida–, experimenté, como muchos, un gran desconcierto ante tal estallido. Chile no era habitualmente conocido como un país de frecuentes o grandes manifestaciones. En esos primeros días de desconcierto recibí entonces un mensaje de WhatsApp de Valeria, una exalumna de los cursos de smartphone para adultos mayores que yo había impartido como voluntario durante un año. El mensaje era una foto en la que esta alumna entusiasta celebraba su cumpleaños número 81 participando con una amiga en una de las ‘marchas más grandes de Chile’. Así se han dado en llamar a las multitudinarias marchas a Plaza Italia –rebautizada por los manifestantes “Plaza de la Dignidad” (cambio que llegó inclusive fugazmente a Google Maps).  Le pedí entonces que nos encontráramos, ya que quería conocer su perspectiva sobre las movilizaciones y la situación actual del país. Yo recordaba bien la historia de Valeria: apenas tuvo lugar el golpe de estado en 1973, debió huir del país porque figuraba en una lista, ya que era periodista y estaba afiliada a un partido de izquierda. Luego de vivir veinte años en Gran Bretaña, pudo regresar a Chile a comienzos de los 90s. Acordamos encontrarnos unos días después en su departamento, cerca de la Plaza de Armas.

Llegando a la zona céntrica y comercial donde Valeria vive, se ven negocios cerrados, muchos para ser un sábado a la tarde, la mayoría de ellos con cortinas de metal. “Parece una zona de post guerra” dice Valeria, mientras me recibe en su departamento en el piso 13. Me cuenta que unas semanas antes había estado sin servicio de ascensor durante un fin de semana. Como necesitaba salir, intentó bajar por las escaleras y cayó por ellas. “Me di un porrazo bárbaro, ¡pero no me quebré!” –dice con alivio, casi alegre– aunque sí debieron suturarle algunas heridas en la cabeza y realizarle varias curaciones.

Mientras Valeria prepara el té, recorro con la mirada la sala de estar: algunas fotos en blanco y negro de su niñez en Valdivia, otras de sus años en Santiago, un mapa antiguo de Sudamérica, en una maceta un molino de viento con la Wenufoye –la bandera mapuche–, sobre la pared una pieza de macramé con la figura de un dragón alado –recuerdo de sus años de exilio en Gales–, sobre la mesa ratona de vidrio unas cajas de té junto a unas piezas de porcelana, un libro empezado y un control remoto de TV.

Valeria heredó este departamento de su familia. Ella cobra mensualmente un resarcimiento económico otorgado a ex–refugiados políticos. Ese resarcimiento es casi equivalente a una jubilación mínima, como la que cobran muchos adultos mayores en Chile. Tal como a esos muchos adultos mayores, con eso no le alcanza para vivir. Valeria logra llegar a fin de mes gracias a que no debe pagar arriendo y a algún dinero heredado de sus padres que administra cautelosamente.

Llega el té. Sobre la mesa, al alcance de la mano, Valeria tiene su smartphone. En tanto que periodista, está fascinada por las posibilidades de circulación de información que brinda este aparato. En el grupo de WhatsApp de los exalumnos del curso de smartphones Valeria es –o bien, era– de las más activas en reenviar videos, memes, información sobre eventos gratuitos para adultos mayores, y también opiniones políticas. Siempre había habido roces sutiles por cuestiones políticas en dicho grupo. En las últimas semanas los roces se tornaron fricciones, reflejando la polarización acerca de los hechos, que se puede percibir en otras redes sociales como Twitter. Algún integrante dejó el grupo de WhatsApp, la frecuencia de mensajes decayó, los de Valeria en particular. No se podría decir que Valeria es representativa en sus opiniones de la población chilena adulta mayor, pero tampoco se puede decir que nadie comparte sus ideas.

Las fake news están a la orden del día” advierte la veterana periodista mientras hurga algunas noticias entre sus numerosos grupos de WhatsApp. Descree en particular de la TV, a la que considera ya una fuente inaceptable para obtener información fidedigna. Prefiere la información que recibe por WhatsApp de parte de contactos en los que confía, y de los que asume chequean la información antes de enviarla, ya que varios son miembros del círculo de periodistas.

Aunque Valeria es cuidadosa en no establecer paralelismos entre distintas épocas y en más de una ocasión resalta que ella no vivió la dictadura –porque se tuvo que ir del país ni bien comenzó– la charla va como un péndulo entre viejas memorias y eventos de los últimos días. Recuerda algún ‘guanacazo’ (golpe de agua) que sufrió hace casi cincuenta años –en aquellos tiempos el camión hidrante se surtía con agua sucia del Mapocho– y rememora en particular el cuidado de los compañeros en esos momentos, el sentir la cercanía del grupo. También en estas marchas de ahora se siente cuidada, protegida. “Estos chicos distintos en cada momento nos rodeaban para protegernos de las bombas [lacrimógenas] con sus botellas con agua, nos guiaban –porque quedas ciega por el dolor– hacia espacios protegidos.”

En efecto, cuando en las marchas llega el gas lacrimógeno de los carabineros, se pueden ver muchos manifestantes ofrecer con el brazo en alto sus botellas con agua y bicarbonato de sodio, preparación que al rociarse en los ojos alivia el ardor.

De las marchas de hoy le sorprende la diversidad de reclamos junto con la casi nula identificación partidaria. En los 70s, según recuerda, los partidos políticos y las agrupaciones gremiales convocaban las marchas “(…) y los estudiantes universitarios nos sumábamos a ellas. Las banderas eran las oficiales y también había cierta uniformidad en las fotografías. Durante las marchas se oían las consignas políticas y gritos de los partidos. Uno que era coreado por todos era ‘el que no salta es momio’ y que ahora lo he escuchado con la variante de ‘paco’ [carabinero]. Tanto pañuelos como camisetas eran oficiales: color y leyenda. Tendían las juventudes de los partidos a desfilar en bloque.

La dinámica de las marchas actuales le ha impresionado agradablemente, sobre todo por la alegría que nota en ellas. “Estos jóvenes llevan nuestras banderas con una gran diferencia: incorporan un maravilloso toque lúdico. Nosotros éramos tan graves, serios…”. Me quedo pensando en el ‘llevan nuestras banderas’ que amalgama pasado y presente, mientras Valeria me sigue contando que nunca había visto coreografías o danzas en una marcha, que eso le fascinó, y que a ellos nunca se les hubiera ocurrido.

El péndulo de la conversación vuelve al pasado. “Vi los aviones desde acá” dice Valeria, señalando al balcón. En ese mismo departamento vivió el golpe del 73, en el que el ejército bombardeó el Palacio de la Moneda. Varios amigos la llamaron por teléfono: ella estaba en una lista, debía tener cuidado, debía quedarse adentro. Valeria, sin embargo, urdió una simple estrategia para poder caminar libremente por la ciudad, a pesar de estar declarada “en fuga permanente”. Se vistió con uno de sus más elegantes vestidos, con su mejor sombrero, se puso pulseras y aros de oro, y al hombro una cartera de marca. “¡Parecía un árbol de navidad!” dice entre carcajadas. Absolutamente ningún puesto de control le pidió documentos: una mujer tan elegante no encajaba visualmente en el perfil de lo considerado peligroso. “Yo conozco bien a mi país…”, dice enarcando las cejas con un tono socarrón, a mitad de camino entre el cinismo y la resignación. Me pregunto si quizás la estrategia aún hoy funcionaría.

Valeria insiste, a pesar de los vaivenes y las anécdotas emparentadas, que los tiempos son muy distintos, precaución epistemológica con la cual no es difícil estar de acuerdo. Sin embargo, se percibe en sus palabras que algo que siente ahora lo sintió en aquel entonces, pero es difícil entender qué es. La respuesta llegaría unos días después.

Fig 3. Gas lacrimógeno. Campus San Joaquín. Foto de Alfonso Otaegui (CC BY).

Luego de algo más de cuatro horas de conversación, a las que este breve recuento no hace justicia, nos despedimos. Días después, en ocasión de una manifestación en el Campus San Joaquín de la Universidad Católica, donde trabajo, carabineros reprime con balas de goma y gas lacrimógeno. Tomo entonces algunas fotos que luego le hago llegar por WhatsApp. Una imagen en particular le gusta, aquella en la que se ve la estatua de un Cristo con los brazos abiertos entre el humo del gas lacrimógeno. Valeria  responde:

El Cristo indefenso, pacifico envuelto en los gases es como una alegoría. Figura potente. Mi corazón está con los estudiantes que luchan por sus padres, abuelos, ¿y cuyo escudo es qué? Sus ideales. Lucha física desigual; la fuerza de estos chicos está en la solidaridad y en sus ideales de justicia. Son rara avis entre tanto individualismo, egoísmo. En todas las marchas que he ido siento la alegría del grupo.